José Francisco Robles

Gabinete / Cabinet


Cosas que se olvidan dentro de un libro

Desde hace ya varios años que la gente dedicada a estudiar obras antiguas han venido prestando atención a cosas que antes no provocaban mayor atractivo. Anotaciones marginales, extrañas imágenes en manuscritos y pertinentes (o impertinentes) acotaciones al pie, entre otras, han sido un objeto de estudio bastante productivo. Hay muchos casos, pero dos son mis favoritos. El primero: Margot McIlwain Nishimura publicó hace menos de 5 años un trabajo sobre las imágenes encontradas en los márgenes de los códices o manuscritos medievales (Images in the Margins, 2011). ¿Son puramente ornamentales? ¿Nos quieren decir algo desde aquellos bordes? El segundo: el historiador Anthony Grafton sacó hace ya casi veinte años un breve pero interesante texto sobre las notas al pie (The Footnote: A Curious History, 1997). En su breve introducción, Grafton señalaba que estas anotaciones marginales eran un verdadero arte y que bien podrían conformar una historia aparte. Yo mismo me he encontrado hablando sobre notas al pie en un libro que estoy terminando: una de las obras que examino es realmente un caso grave de “notitis” en la literatura novohispana. El Pasatiempo de Antonio de Ribadeneyra y Barrientos (3 vols., 1752) tiene una nota al pie ¡de más de 30 páginas!

Gracias a estas exploraciones los lectores nos hemos interesado por los textos en un nivel menos convencional. En esos relatos marginales, las obras tienen también otros tipos de secretos, sus propios diálogos, su propia vida. Si lo pudiera decir en una frase, diría que esas anotaciones marginales son para los libros lo que para los humanos es el sueño: un espacio propio, excéntrico a veces, pero siempre con la ambición de llevar a la lectura hacia otro nivel, a menudo más allá de la lógica un poco más predecible que ofrecen las palabras del texto erudito.

Sin embargo hay otro tipo de cosas que se pueden encontrar dentro de los libros. Un joven librero de Oneonta (New York), Michael Popek, decidió hacer un blog con todos los objetos que él había encontrado al interior de los libros usados que compra a diario. Cosas tan disímiles como certificados de matrimonios, recetas de cocina, cartas de desamor, e incluso, llaves, forman su curiosa colección de bookmarks o apuntadores/separadores/marcadores de página. En 2011 publicó un libro sobre estos libros con imágenes de estos verdaderos gabinetes de curiosidades, Forgotten Bookmarks: A Bookseller’s Collection of Odd Things Lost Between the Pages; al año siguiente, en 2012, apareció uno exclusivamente dedicados a recetas de cocina halladas entre las páginas, Handwritten Recipes: A Bookseller’s Collection of Curious and Wonderful Recipes Forgotten Between the Pages. Desconozco si Popek tiene alguna publicación en curso. Pero sigue posteando sus raros descubrimientos en su visitado blog.

Yo tuve mi propia epifanía de este tipo hace más de once años. Fue en una visita a Lima, Perú. Después de viajar por tierra desde Santiago de Chile a la llamada Ciudad de los Reyes, y asentarme en una hostal de la calle Belén, muy cerca de la plaza San Martín, me dediqué a recorrer librerías como las de la editorial Horizonte, la del Virrey y las librerías de volúmenes usados o “de viejo”, como les dicen en México. Visité la feria de libros que está en Jirón Amazonas, a un costado del Rímac, y también la que se emplaza en Jirón Quilca, muy cerca del lugar de mi hospedaje. Allí es donde me topé con uno de los libros que quería encontrar en mi viaje por lo que fue un antiguo virreinato: los tres tomos de los Comentarios Reales y la Historia general del Perú del Inca Garcilaso (el primero con los Comentarios, los dos siguientes con la Historia). La bella y pesada edición era la de la Librería Internacional del Perú (1959) con prólogo de Aurelio Miró-Quesada. No miento si digo que no regateé mucho el precio; creo que quedó la operación cerrada en 200 soles o algo así. Creo, además, que ha sido la única vez que no pude ocultar mi emoción por ese encuentro, a pesar de que, acostumbrado a tratar por aquel entonces con los libreros chilenos que no son muy amigos de los descuentos, había aprendido a no demostrar mayores sentimientos frente al hallazgo de libros que deseaba intensamente.

Mi estrategia en las librerías “de viejo” era exhibir siempre una suerte de indiferencia y, con la misma actitud, pedir un precio mejor. Si no lo conseguía, dejaba con reprimido dolor el ejemplar en su lugar y seguía mirando el resto de los libros por un largo rato, hasta que el librero intuía que yo no estaba simplemente mirando, sino decidido a comprar. Pocas veces falló mi estrategia: los vendedores, al ver que me acercaba peligrosamente hacia la salida, me cortaban el paso con una oferta. Y, refunfuñando, recibían el disminuido pago y yo, a cambio, el libro. Incluso me resultó con un librero experimentado, el ya difunto Juan Saadé de la librería La oportunidad de la calle San Diego en Santiago. A él le compré por una módica suma una edición de las obras completas de François Rabelais –mi obsesión a los 19 años– con un estudio de Anatole France, dibujos de Gustave Doré y con un apéndice que incluía un diccionario de términos rabelaisianos. Años después supe que Saadé era amigo de Pinochet y uno de sus libreros favoritos. En otro escrito espero publicar esta anécdota completa, pues la obtención del ejemplar no fue nada simple; queda bastante por contar.

Vuelvo al Inca Garcilaso, a Perú. Como dije, mi felicidad me impidió poner en práctica mi estrategia. Me traje a Chile esos pesados volúmenes más otros que se sumaron en mis andanzas por tierras peruanas. En cuanto desarmé mochilas y bolsos me puse a hojear mis nuevas posesiones. Como era de esperarse, la primera revisión se consagró a las páginas de los Comentarios y luego a las de la Historia. Cuando iba en su segundo tomo, algo cayó al suelo. Un papelito amarillento. Lo recogí y lo leí. No daba crédito a las temblorosas palabras que decían:

“Cholito: Estoy desesperada. Natalia ha venido hoy a la[s] 6 am a avisarme que Margarita y sus tres hijos han muerto aplastados por el techo de su casa, no s[é] qu[é] hacer…

Gloria [¿?]

Estoy para ir al hospital”

EPSON MFP image

La primera pregunta que se me vino a la mente, luego de quedar estupefacto por algunos segundos, fue la siguiente: ¿cuándo y dónde había ocurrido esta tragedia? Obviamente, no iba a tener respuesta alguna. La segunda pregunta tampoco: ¿quiénes eran estos personajes nombrados en la terrible nota? Con respecto a la tercera podía especular algunas cosas: ¿cómo es que se cae un techo en un lugar que no sufre de nevazones, evento que podía provocar tal tragedia? Dije que pude especular algo, pues un asunto que noté con sorpresa viajando por tierra hasta Lima es que muchas casas –de los barrios más pobres– tenían techos construidos, aparentemente, por los mismos moradores. Dada la fragilidad de esta construcción bien se podían caer los techos con poco movimiento, pensé. La cuarta pregunta era, sin duda, la más enigmática de todas: ¿qué hacía esta terrible nota como apuntador/separador de páginas de la Historia del Inca Garcilaso? No esperaba contestarla, claro está, pero movió grandemente mi imaginación.

Imaginé que bajo el cariñoso apodo de “Cholito” se ocultaba alguien que trabajaba en jornadas nocturnas o que salía a trabajar muy temprano. Un profesor, un comerciante, un obrero de fábrica o un guardia o guachimán (palabra que me enseñó mi amigo Javier de Taboada), qué sé yo, un hombre que a las seis de la mañana no estaba en su casa. De Gloria –o como se llame– no hay mucho que decir: normalmente las personas están a esa hora en sus hogares; de la finada Margarita y sus también occisos tres hijos, Gloria era la mejor informante; y de Natalia, que es muy probable que fuera vecina de los difuntos. Pero, ¿por qué poner esta nota dentro del segundo tomo de la Historia del Inca, justo cuando el cronista comienza su relato de la conquista del Perú? ¿Por qué usar tan trágica nota como un apuntador o separador de páginas como si fuese una servilleta, una boleta o factura, o algo a mano sin mayor importancia?

Mediante perspectivas coloniales o postcoloniales se podrían conjeturar algunas cosas acerca de la coincidencia entre el segundo tomo del Inca y su lectura en la casa de Gloria y “Cholito” luego de la tragedia. Pero prefiero no recurrir a ellas. Ya pasado el episodio, la nota seguramente quedó circulando por la vivienda. Un buen día, uno de los dos se puso a leer la obra y descuidada o intencionadamente colocó el notable papelito apuntando una de sus páginas. A esa altura, tal vez, ya era una nota histórica del hito trágico del que difícilmente se habrían de olvidar.

Pero quizá la obra del Inca ni siquiera les pertenecía. La nota pudo haber llegado por otros caminos –otros libros– hasta el dueño o la dueña de los tres volúmenes quien, con el mismo estupor que el que yo sentí, decidió guardarla como un insólito tesoro entre las páginas de su obra predilecta. Sin embargo, desde hace más de once años, ni la obra ni la nota están con él o con ella, ni con Gloria ni “Cholito”. Los libros viajan: los tres tomos viajaron  varias veces en mi poder. De Lima a Santiago, de Santiago a la Ciudad de México, de ahí a Princeton y de Princeton a Hamilton. Quizá cuántos viajes más les espera. Los libros son aves de paso que, tarde o temprano, alzarán el vuelo.

Los libros también son otras cosas: botellas lanzadas al mar del mundo, portadoras de mensajes. O, como en este caso, museos volantes y no solo de ideas ni de anotaciones marginales tanto del autor como del lector; son también lugares de ocultamiento de cosas secretas, importantes o triviales. Los libros pueden ser cosas que van más allá de las palabras y de su cuerpo material. Son misteriosos museos: cada una de sus páginas son un potencial anaquel, un potencial gabinete de curiosidades que los lectores pueden encontrar, tocar y leer, pero no siempre comprender.

¿Qué será de Natalia, de Gloria y de “Cholito”? ¿Estarán todavía vivos? ¿Se les habrá caído el techo también? Quién sabe.



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